La historia de "LA HISTORIA" es bien sencilla. Hacía más o menos seis meses (seguro que me equivoco) que había visto 3 veces en cines Mad Max: Fury Road, y por entonces, para colmo, mis hermanas me habían regalado el videojuego de Mad Max, una obra que se ambienta en el universo establecido en aquella última película pero que además engloba elementos de toda la saga con ingenio y sutileza, al tiempo que se muestra suficientemente original, tal y como hizo la peli.
La película se ha convertido en una de mis favoritas de toda la vida; a veces, mientras la vuelvo a ver, hasta estoy convencido de que es la mejor película que he visto y veré nunca. El juego no es innovador, pero es uno de los mejores de la nueva generación de consolas y de los que más he disfrutado al estilo de mundo abierto (junto a Sombras De Mordor).
En fin, el caso es que, como ya sugiere su portada, este relato es mi propio homenaje a una saga de acción que creció conmigo, y que sigue haciéndolo (y para mejor, quién lo diría).
Y ahora... que comience la función.
LA HISTORIA
El forastero llegó con unos aires
bastante altaneros, caminando con un contoneo más propio de una
bailarina exótica (de las que aún abundaban en lejanos parajes),
pisando con un pie justo delante del otro, haciendo sonar con ímpetu
las duras suelas de sus oscuras y pesadas botas de estilo vaquero,
con oxidadas puntas metálicas y demasiado altos tacones. Con su gris
gabardina sacudiéndose como las alas de un cuervo hambriento, al son
de las oleadas del polvo del desierto que parecían amenazar sus
andares vacilantes, despreocupados. Con los brazos muertos, como si
no le sirvieran, y el rostro y el cabello envueltos en una suerte de
enorme trapo o alguna sábana amarillenta, apenas una ranura para sus
confundidos ojos. Así se le fue viendo venir desde hacía rato,
desde más allá de la acuosa ilusión del calor sobre el agrietado
asfalto que le traía hasta el asentamiento.
Algunos lugareños
se quedaban unos pocos minutos mirando la difusa silueta que tenía
que languidecer de calor bajo el sol del larguísimo mediodía;
murmuraban y señalaban, discutían breve y apaciblemente entre
ellos, y luego volvían a sus quehaceres, cada uno siguiendo su
propia dirección. Para cuando el forastero llegó al límite del
pueblo, el poco interés que había generado su lenta llegada había
desaparecido por completo, y nada, salvo unas miradas ceñudas bajo
el sol desde decenas de metros, hacía ver que hubiera alguna
expectación por la identidad o motivaciones del desconocido.
El forastero, algo
más al resguardo de los aires polvorientos de la carretera al
acercarse a un precario pero bastante firme toldillo a su derecha,
se descubrió la cara y tosió, antes de sacarse el trapo amarillento
de debajo del cuello de su abrigo y sacudírselo contra el muslo
izquierdo.
—¿Qué le trae a
nuestro pequeño lugarcito, “pateagravas”? —le sobresaltó una
sombra retorcida que se sacudía hacia él desde la sombra del
toldillo, sujeto con tubos de oxidadas señales de tráfico y unos
pocos mangos de palas.
—¡ME CAGO EN...!
—exclamó el recién llegado, volviéndose hacia el anciano que se
le acercaba en sigilo, pese a cojear—. ¡Joder, viejo, no haga eso!
¡Podría haberle matado!
—Hmmm —hizo el
anciano rascándose la calva cabeza, y procediendo además a
carraspear como asfixiado por densas flemas—. No. No parece usted
un asesino. Y tengo vistos unos cuantos montones de dedos de mano
sana, de esos... Demasiado pulcro... ¡Afeitado, cabello recortado!
Sus ropajes... —el viejo sacudió un dedo retorcido señalándole
de arriba abajo—. No. Usted parece un hombre medianamente
civilizado. Si es que aún hay de eso...
—¿Usted conoce
la civilización? —le preguntó el hombre con cierta ilusión en
sus entrecerrados ojos, cuarteados de polvo seco en las pestañas—.
Quiero decir... ¿Conoció la civilización?
—Bueno... apenas
la recuerdo... Y eso que ya casi era viejo para cuando la vi
terminar...
—Respondiendo a
su pregunta... —continuó el hombre, interrumpiendo al anciano y
mirando la extensión de chabolas y edificios derruidos remozados
para vivir por aquellas gentes—, precisamente es la civilización
lo que me trae hasta aquí.
—¡Oh, no me
diga...! —le interrumpió el anciano con sorna, a su vez.
—Sí —continuó
el extranjero, sin mostrar ninguna ofensa—, vengo de un lugar donde
estamos haciendo cosas. Grandes cosas. Tenemos “lectricidad”,
tenemos agua, comida... ¡y planes para extendernos!
—¿Ein? —volvió
a interrumpir el anciano, estirando el cuello hacia él como una
tortuga curiosa—. ¿Y saqueadores? ¿Sanguijuelas? ¿De eso no
tenéis?
—No —sentenció
el hombre, mirando al anciano ahora con severidad—. Tenemos
justicia. Leyes. Orden. La base de la civilización. Luchamos contra
moradores del desierto. Caníbales y rapiñeros. Combatimos la
oscuridad de las catacumbas. Y a todo emplazamiento con el que
buscamos alianza, les ofrecemos eso mismo: la persecución y
“purgarizatización” de los males que los aquejan, sean éstos
plagas del yermo o el azote de “brutalizantes”.
—¿Purgaqué?
¿Brutaqué? —replicó el anciano confundido—. Es decir, que sois
mucha gente organizada y estáis creciendo...
—Dicho rápido,
así es.
—Pero viajas a
pie, “pateagravas” —sentenció el anciano, tomándose nuevas
confianzas—. ¿No tenéis bólidos? ¿No hay combustible, de donde
vienes?
—Era sólo un
niño la última vez que vi moverse algo con ruedas, anciano. No
conocemos la gasolina. Algunos, más jóvenes, creen que es un mito:
¿un agua que alimentaba máquinas que rugían como enormes perros
rabiosos...? Yo... Porque lo recuerdo, ¡vagamente!, pero hasta a mí
me cuesta creer que aquello existiera.
—¡Vaya...!
—exclamó el anciano—. Entonces, ¿tanto tiempo ha pasado?
—¿Qué quiere
decir?
—De la última
vez que vi un bólido... Incluso todo este tiempo he seguido creyendo
que aún corrían por el páramo, retumbando en las montañas los
ecos de sus explosiones, el zumbido de sus neumáticos levantando
tormentas de polvo a su paso...
—De donde vengo,
se cree que esas máquinas sólo eran instrumentos de muerte,
demonios que vivían por el fuego y que poseían a sus tripulantes
volviéndolos locos... Hasta yo mismo empezaba a creérmelo, de tanto
oírlo... —recordó el forastero, meneando la cabeza y mostrando
una sonrisa torcida.
—¡Oh, no, en
absoluto eran demonios! ¡Sólo máquinas! ¡Meros vehículos!
—exclamó el anciano, como escandalizado de las supersticiones, de
hasta dónde podía llegar la ignorancia de otras gentes del yermo—.
Sin embargo... la última vez que vi un bólido... Sin duda traía
dentro algo que lo conducía, pero nos fue difícil a muchos de
nosotros disociar a la máquina de aquel hombre...
—¿“Disociar”?
—repitió el desconocido, confuso.
—Hmmm —titubeó
el anciano, recordando que la lengua había cambiado. Prevalecían
menos palabras para decir las mismas cosas. Y quizá fuera lo mejor—.
No podíamos distinguir una separación entre el hombre y su bólido,
incluso cuando el hombre se alejaba centenares de metros de la
máquina...
—¿Como si
realmente le poseyera, o compartieran alma?
—Más bien como
si el hombre careciera de ella... Como si fuera tan vacío, inerte,
pero al tiempo salvaje, como el poderoso motor que sobresalía gris y
brillante sobre la parte delantera de su negro bólido.
—¿Era un
“brutalizante”?
—No sé
decirte... brutal sí que era...
—Quiero decir si
llegó para daros problemas...
—No... todo lo
contrario en realidad... —afirmó el anciano, meneando
negativamente la cabeza, sin embargo—. Este lugar siempre fue
tranquilo, sin duda, pero no tan acogedor y benévolo como lo es
ahora... Si eso cambió, fue por él, por “el conductor”.
>>Como te
digo, “pateagravas”, este era un lugar tranquilo. Desde la
lejanía, e incluso paseando por entre los chamizos, tú hubieras
creído que aquí podía reinar la felicidad. Pero allá, al fondo,
casi al final del pueblo hacia donde cae el sol, había una casa, una
gran casa, casi intacta, no como estos cimientos partidos que ves por
aquí cerca. Allí, donde ahora sólo hay un cráter de escombros,
era que estaba esa casa. Y en su interior, era donde se perpetraban
horrores que, si conoces a los salvajes moradores del yermo, podrás
imaginar, si es que no has visto ya.
>>Desde no
mucho después de que la civilización, y con ella todas las leyes,
desaparecieran, aquellos depravados habían llegado de no sabíamos
dónde, y se habían hecho los dueños de nuestro sencillo
asentamiento... Como te digo, yo ya era un viejo cuando todo aquello
ocurrió, y la mayoría de nosotros éramos supervivientes por
casualidad: ancianos, familias con niños, y gente aquejada de
enfermedades desconocidas que habían contraído durante nuestro
errar por el yermo, antes de decidirnos todos a echar raíces en este
lugar. Ellos eran fuertes, y sanguinarios, y nos sometieron. Eran
como una familia: se llamaban entre sí hermanos, los nueve, pese a
que no se parecían en nada unos a otros. Y por bastante tiempo se
dedicaron a robarnos buena parte de lo que comíamos y bebíamos,
después de obligarnos a conseguirlo. Al principio. Más tarde, como
si la comodidad y la rutina les hastiara y buscaran nuevas
emociones... entonces, empezaron los horrores.
>>Empezaron a
llevarse a las mujeres y niños a su casa, donde los tenían días y
días, y de donde regresaban prácticamente moribundos, maltratados
hasta el borde de la muerte, profanados hasta la extenuación... Y
más adelante, con el tiempo... Empezaron a dejar de volver. Recuerdo
cómo, de noche, el olor de la carne quemada me despertaba... ¡me
embargaba una terrible mezcla de terror y envidia! ¡Vergüenza! Olía
a gloria, pero sabía que habían empezado a comérselos... ¡a
comerse a los más tiernos, a los niños!
>>El tiempo
pasaba. A quienes intentaban huir los aniquilaban y torturaban en
público. Su gula crecía, y empezaron con la cría... Violaban a las
mujeres con regularidad, y devoraban los tiernos bebés. Sí, lo sé.
Veo tu cara y te preguntas cómo lo permitíamos... El miedo, ¡la
impotencia! No había nada, forastero. ¡Nada que poder hacer! Sólo
miedo, hambre, extenuación, dolor... ¡Y el horror! Y no sé cuánto
tiempo después de aquel infierno, fue que pasó.
>>Llegó el
bólido negro. Llegó “el conductor”.
>>El rugido
de esa negra máquina se escuchaba desde kilómetros, rebotando
contra la roca de las colinas. Cuando la luna se alzaba roja, en
mitad del ocaso, por el horizonte, fue que alcanzamos a ver cómo una
tormenta de polvo le sucedía. ¡Desde por allí, rodando por la
misma carretera por la que has llegado, forastero! Los nueve hermanos
sanguinarios habían salido a mirar quién llegaba, como imaginarás,
pues ya por aquel entonces no era nada común escuchar el tronar de
motores, y menos aún llegar a ver de cerca uno de ellos. Todos
sabíamos lo que ocurriría: el desconocido sería asesinado tan
pronto como frenara su máquina en el pueblo, y, todo lo suyo, se lo
quedarían los hermanos. Yo, observándolo todo, deseaba en secreto
que el forastero pasara de largo, o mejor aún, que cruzara con su
bólido por mitad del pueblo, atropellando a todos los hermanos...
Pero nada de eso. Tras acercarse a gran velocidad, como una gran bala
empujada por el polvo, frenó en seco, haciendo saltar piedra y polvo
contra quienes observaban de más cerca y algunos de los hermanos...
>>El polvo se
disipó, y el bólido permanecía quieto, sin luces, con el potente
motor roncando como un feroz monstruo durante un profundo sueño. El
conductor parecía invisible en la oscuridad total del interior, que
a la vista fluía hacia fuera como una borrosa bruma a través de
toda la cabina sin cristales... Los hermanos, varios de ellos,
gritaron desatados... ¡Exigían que saliera, que se rindiera, que se
cortara él mismo el cuello para ahorrarse todo lo que le harían! Y
al final, Petro, el más fuerte y grande de ellos, corrió hacia el
lado del conductor, impaciente.
>>La puerta
se abrió de golpe contra las piernas de Petro, haciéndole caer a un
lado. El conductor la había abierto de una tremenda patada, y ya
hacía salir toda su oscura silueta. Sin demora e ignorando las
amenazas de los demás, se acercó a Petro y le pateó la cabeza,
evitando que se pusiera en pie para enfrentársele. Lo hizo rodar
sobre sí mismo, escupiendo dientes, y con una silenciosa brutalidad
que nunca habíamos presenciado empezó a pisarle la nuca una y otra
vez, sin que ninguno pudiéramos contar cuántas veces ni medir a qué
ritmo, mientras el cráneo de Petro se hundía contra el duro suelo
arenoso y empezaba a doblarse y quebrarse con los devastadores
taconazos.
>>Sin duda
que ya estaba muerto, y aunque algunos de los hermanos se habían
quedado estupefactos, tres de ellos se lanzaron a por el conductor
con sus palos y cuchillos. El hombre se volvió tranquilo a
dirigirles una mirada tan negra como lo era su vestimenta, agitando
el largo pelaje animal que le cubría cabeza y cara. Sólo un par de
brillos bajo el ceño hacían pensar que de verdad allí había unos
ojos humanos, ¡era aterrador! Pero los hermanos, como te digo,
“pateagravas”, estaban furiosos. No vieron el peligro de su
paciencia: esperó a que le atacaran y, te lo juro por lo que sea en
que creas, que evitó sus golpes como si hubiera visto millones de
veces moverse así a aquellos hombres. Les aplastó la cara a
pacientes puñetazos a los tres, sin dejar de moverse, evitando sus
rabiosos ataques... Te aseguro que, pese a recordarlo como si lo
viera ahora mismo, aún me parece mentira aquello, forastero...
>>Los demás
hermanos huyeron, mientras tanto, hacia su mansión al fondo del
pueblo, pensando, imagino, que si se atrevía a perseguirlos serían
capaces de sorprenderle por el amplio y laberíntico interior... Pero
sin duda que no fue así. No sé cómo se desarrolló el combate
dentro de aquel lugar, mi nuevo amigo, pero sé que todos vimos salir
al conductor un buen rato después de la misma manera que entró:
tranquilamente, ¡e intacto! Y que desde el interior, la mansión de
los hermanos empezó a dejar salir llamas cada vez por más de sus
ventanas, hasta que se convirtió en una pira gigante que consumó el
fin de nuestro terror mientras la contemplábamos durante horas,
sumidos todos en la incertidumbre respecto al futuro y el pánico a
las represalias de los hermanos por aquello, aun sabiéndolos a todos
muertos: ¡hasta ese punto nos tenían amaestrados!
—¡Es toda una
historia, anciano! —expresó el forastero, mirándole evocar todo
aquello como sumido en un trance—. ¿Y qué pasó con aquel
extraño, “el conductor”? —inquirió, dejando vagar su mirada
distraída de nuevo por el pueblo—. ¿Se quedó aquí, con
vosotros? ¿Es ahora vuestro líder?
—No —suspiró
el viejo, como si recordar todos aquellos detalles hubiera sido un
largo esfuerzo físico—. Como nosotros, se quedó mirando la casa
arder, allí delante, en mitad de la carretera, hasta que el fuego se
extinguió, poco antes del amanecer. Después fue hasta su bólido,
lo hizo rugir como si celebrara la carnicería, y siguió la
carretera a través del pueblo, desapareciendo antes incluso de que
iluminaran los primeros rayos del sol. No dijo nada. No miró a
ninguno de nosotros. Y nadie se atrevió a dirigirle la palabra desde
la distancia, ni a acercarse lo suficiente como para poder distinguir
si era joven o viejo... Durante todas las horas que duró el
incendio... Él sólo permaneció de pie, quieto, mirando el fuego...
—Entonces...
—empezó el forastero, volviéndose a mirarle de nuevo—, ¿qué
quería? ¿Por qué cree que les ayudó, anciano?
—No lo sé
—sacudió la cabeza—. Supongo que estaba acostumbrado. Eso es
algo que saltaba a la vista. Su manera de moverse, de pelear... Para
él, esto no era nada. Creo que vio a los hermanos sanguinarios, y
luego nos vio a nosotros: escuálidos, arrastrándonos temerosos...
Y supo de inmediato lo que pasaba aquí. Si me preguntas por qué
detuvo su viaje para salvarnos... No lo sé. Ni siquiera se llevó
nada de los hermanos. No saqueó sus cadáveres ni su mansión del
horror.
—¿Me estás
diciendo, anciano, que hay una especie de “salvador”, recorriendo
el yermo?
—No... —negó
el anciano con cierta tristeza—. Le estaré eternamente agradecido
a ese hombre, por devolvernos las riendas de nuestras vidas... pero
creo que no era ningún salvador. Creo que sólo un loco más, como
tantos que aún hay por ahí fuera. Sólo que, su locura, era de otra
clase...
—¿Qué quiere
decir, anciano?
—Como te dije, no
nos habló... ¡no nos miró! Nos salvó, ¿sabes? Podrías pensar
“arriesgó su vida para ayudar a unos desconocidos”, y creo que
no fue así. Creo que para él no hubo en ningún momento riesgo
ninguno. Tendrías que haberlo visto, ¡si lo hubieras visto, me
creerías! A ese hombre ningún otro le podía matar. Pero no es
ningún salvador. Para él no éramos nada. Nos ayudó como bien
podría ayudar a un perro con la pata atrapada o a una mosca que se
agita en el agua. Para él, no existíamos. Estábamos en otro nivel,
fuera de su realidad...
—Pero aun así
les ayudó... —dijo el forastero con una sonrisa torcida—. ¿Por
qué dice que estaba loco? Debería estar agradecido, y más bien
parece triste, al recordar todo esto...
—No digo que
estuviera loco... Pero lo deseo. Y estoy triste, porque ese hombre,
ese héroe extraordinario, abandonó a la humanidad mucho, mucho
tiempo antes de llegar a nuestro pueblo y salvarnos. Él no quería
la vuelta de la civilización, no quería saber nada de nadie. Para
él éramos todos animales —el anciano alzó la mirada y la clavó
en los ojos del forastero. Estaba llorando—. Deseo creer que estaba
loco, porque no quiero pensar que tuviera razón.
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